Pero ¿y lo demás? Porque está la opinión que uno puede tener de sí
mismo, algo que increíblemente tiene poco que ver con la vanidad. Me
refiero a la opinión cien por ciento sincera, la que uno no se atrevería
a confesarle ni al espejo frente al que se afeita. Recuero que hubo una
época (allá entre mis dieciséis y mis veinte años) en que tuve una
buena, casi diría una excelente opinión de mí mismo. Me sentía con
impulso para empezar y llevar a cabo «algo grande», para ser útil a
muchos, para enderezar las cosas. No puede decirse que fuera la mía una
actitud cretinamente egocéntrica. Aunque me hubiera gustado recibir la
aceptación y hasta el aplauso ajeno, creo que mi primer objetivo no era
usar de los otros, sino serles de utilidad. Ya sé que esto no es caridad
pura y cristiana; además, no me importa mucho el sentido cristiano de
la caridad. Recuerdo que yo no pretendía ayudar a los menesterosos, o a
los tarados, o a los miserables (creo cada vez menos en la ayuda
caóticamente distribuida). Mi intención era más modesta; sencillamente,
ser de utilidad para mis iguales, para quienes tenían un más
comprensible derecho a necesitar de mí.
La verdad es que esa excelente opinión acerca de mí mismo ha decaído
bastante. Hoy me siento vulgar y, en algunos aspectos, indefenso.
Soportaría mejor mi estilo de vida si no tuviera conciencia de que (sólo
mentalmente, claro) estoy por encima de esa vulgaridad. Saber que
tengo, o tuve, en mí mismo elementos suficientes como para encaramarme a
otra posibilidad, saber que soy superior, no demasiado, a mi agotada
profesión, a mis pocas diversiones, a mi ritmo de diálogo: saber todo
eso no ayuda por cierto a mi tranquilidad, más bien, e hace sentirme más
frustrado, más inepto para sobreponerme a las circunstancias. Lo peor
de todo es que no han acaecido terribles cosas que me cercaran (bueno,
la muerte de Isabel es algo fuerte, pero no puedo llamarla terribles;
después de todo, ¿existe algo más natural que irse de este mundo?), que
frenaran mis mejores impulsos, que impidieran mi desarrollo, que me
atara a una ruina aletargante. Yo mismo he fabricado mi rutina, pero por
la vía más simple: la acumulación. La seguridad de saberme capaz para
algo mejor, me puso en las manos la postergación, que al final de
cuentas es un arma terrible y suicida. De ahí que mi rutina no haya
tenido nunca carácter ni definición, siempre ha sido provisoria, siempre
ha constituido un rumbo precario, a seguir nada más que mientras duraba
la postergación, nada más que para aguantar el deber de la jornada
durante ese período de preparación que al parecer yo consideraba
imprescindible, antes de lanzarme definitivamente hacia el cobro de mi
destino. Qué pavada, ¿no?
—La tregua.
Mario Benedetti.
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