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Hay algo agradable en torno a la satisfacción, a la ausencia de dolor, a estos días tolerablemente chatos en lo que ni el sufrimiento ni el deseo se atreven a gritar, en los que todo murmura y camina en puntas de pie. Pero resulta que, en mi caso, no tolero bien esa satisfacción; enseguida se me vuelve insoportablemente odiosa y nauseabunda y, desesperado, debo refugiarme en otras temperaturas. Es probable que tome el camino  de los placeres pero, si es necesario, también seguiré el de los dolores. Si pasé un tiempo sin placer y sin dolor y respiré el aire tibio e insulso de los así llamados días felices, mi alma infantil se llena de un dolor y una miseria tan turbulentos que arrojo el laúd oxidado del agradecimiento en la cara satisfecha del dios semidormido de la mediocridad y prefiero sentir el ardor de un dolor bien diabólico que la saludable temperatura del ambiente. Se enciende en mí un deseo salvaje de sensaciones fuertes, un odio hacia esta vida apagada, chata, regulada y esterilizada y unas gansa enloquecidas de destruir algo a golpes, un comercio o una catedral o a mí mismo, de cometer estupideces audaces, de arrancarle la peluca a un par de ídolos admirados, de proveerles los anhelados pasajes para Hamburgo a un par de escolares rebeldes, de seducir a una niñita o partir el cuello de algunos representantes del orden burgués. Porque eso es lo que odiaba, despreciaba, maldecía desde lo más profundo de mi ser: esa satisfacción, esa salud y comodidad, ese optimismo bien cuidado del burgués, esa cría grasosa y próspera de lo mediocre, de lo normal, de lo promedio.

El lobo estepario.
Hermann Hesse.

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