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—¿Estamos muertos? —preguntó Will al remero.
—Da lo mismo —respondió éste—. Algunos vienen aquí convencidos de que no están muertos. Durante todo el trayecto insisten en que están vivos, en que se trata de un error, que alguien pagará por él; pero da lo mismo. Otros anhelaban estar muertos cuando vivían, pobrecillos; unas vidas llenas de dolor y desgracia; algunos se matan para darse un respiro, y comprueban que nada ha cambiado salvo a peor, y que esta vez no hay escapatoria; no puedes regresar de la muerte a la vida. Otros son frágiles y enfermos, a veces meros bebés, que apenas han venido al mundo cuando bajan a la tierra de los muertos. Más de una vez he remado en esta barca sosteniendo en mis brazos a un bebé que no cesaba de lloriquear, que no llegó a conocer la diferencia entre allí arriba y aquí abajo. Y ancianos, los ricos son los peores, que gruñen y me maldicen, protestando y gritando que quién me creo que soy, que han ahorrado toda su vida y han acumulado una gran fortuna, de la que me ofrecen una parte sustanciosa si los llevo a la otra orilla del lago. Cuando esto falla me amenazan con hacer que caiga sobre mí todo el peso de la ley, porque tienen amigos influyentes y conocer al Papa, al rey de no sé qué y al duque de no sé cuántos, que gozan de una posición influyente y que harán que me juzguen y encarcelen… Pero en su fuero interno saben la verdad: que la única posición que ocupan es un espacio en mi barca que se dirige a la tierra de los muertos, y que por lo que se refiere a esos reyes y papas, todos ellos viajarán más pronto o más tarde a mi barba, cuando les toque el turno, seguramente antes de lo que imaginan. Yo les dejo que griten y protesten porque no pueden herirme. Y al final todos callan.

La materia oscura III: El catalejo lacado.
Philip Pullman.

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