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—¿Y Leonardo, por ejemplo? ¿Le gusta Leonardo?
—Ah, eso es otra cosa.
—Y, sin embargo, sigue sin entender de pintura.
—Sí, es cierto.
—Entonces, aquello de «será porque yo no entiendo» carece de validez.
—Sí, es cierto.
—No, si un arte tiene que ser entendido sólo por los entendidos, no es arte, es la clave de una logia.
—Pero si usted los oye a ellos…
—¡Ah, sí! «Yo lo veo así», «yo lo entiendo así», le dirá el autor de esos mamarrachos. Pero resulta que nadie más que él lo ve así. «No me importan los demás», seguirá diciéndole. «En arte, sólo importa el artista, el yo creador». Entonces, si su pintura es la realización del «yo lo veo así», ¿por qué no la guarda para él solo? Y si en su pintura los demás no cuentan, entonces, ¿para qué pinta, para quién pinta?
—Sí, se olvidan de la multitud.
—Yo no hablo de la multitud. Hablo del hombre. Se olvidan del hombre. Se olvidan de una verdad tan elemental como ésta: que todo lo que el hombre hace debe tener por destinatario al hombre, porque de lo contrario, ¿a quién, si no? El arte puro. ¿Ha oído usted una estupidez más grande? Es como si alguno dijera: la medicina pura. ¿Quién fue el imbécil que echó a rodar la bola de que el arte vale más cuando menos sirve? Como si servir no fuese, por lo contrario, el destino más alto de todo quehacer humano.
—Así que yo, cuando me reía delante de aquellos cuadros, no estaba equivocado.
—No, estaba en lo cierto. Estaba afirmando su sentido común. Y el sentido común es algo que hay que defender contra esa corrupción de los sentidos que es el arte moderno. Pero le diré: los pintores hacen ahora todas esas cosas raras, porque, en alguna medida, están obligados a hacerlas.
—¿Obligados?
— Sí, a fin de hacernos creer que la pintura, la pintura de caballete al menos, sigue teniendo un objeto. A no ser por esas cosas raras, la pintura de caballete habría desaparecido hace rato.
—¡Qué me cuenta!
—Y le diré más: desde un punto de vista estrictamente artístico, ya ha desaparecido. ¿Un rectángulo de lienzo pintado puede seguir representando, hoy, un «valor»? No, señor. Tuvo ese valor, y lo conserva y lo conservará siempre, cuando en ese rectángulo un artista fijó la realidad cambiante del hombre y de su mundo, contemplándola a través de la visión estética; cuando en el rectángulo quedó aprisionada una imagen que, de lo contrario, se habría perdido para siempre. Pero ahora hay otros medios más fieles y más poderosos de aprehensión y de fijación: la fotografía, la cinematografía. Sí, medios artísticos, potentes, perfectos que permiten todo lo que permitía la pintura, y todavía más, aunque los pintores digan lo contrario. La pintura de caballete ya no «sirve» al hombre. Despojada de objeto, está condenada a desaparecer. Subsistirá, a lo sumo, la decoración mural, y no sé hasta qué punto, porque ya nadie le pide ni eso a la pintura artística.
—Así que, según usted, los cuadros ya no sirven para nada.
—No sé qué sentido le da usted a la palabra «servir». Pero si la emplea tal como la empleo yo, sí, los cuadros ya no sirven al hombre. Porque no creo que sirvan a un hombre porque sirvan a un millonario para adornar las paredes de su casa. Sería un objeto bien humilde. Menos que humilde, humillante. Un objeto bastardo y minúsculo que convertiría al pintor en un histrión moderno. No, un cuadro sirvió, y sigue sirviendo, cuando nació para satisfacer aquella necesidad del espíritu que hoy se satisface con la cámara cinematográfica o con la cámara fotográfica, si, desde luego, las maneja un artista. La cámara es la gran competidora y la gran vencedora de la pintura. Pero los pintores no quieren reconocerlo. Nos ocultan la vacuidad actual de su arte. Quieren convencernos de que, si siguen pintando cuadros, es porque con ellos responden a una apetencia del hombre que la cámara no podrá llenar jamás. «La pintura por encima de la kodak» es su credo. Y para que la pintura esté por encima, o por debajo, de la kodak, llenan el rectángulo de lienzo con los círculos y los cubos que usted vio, o deforman, desfiguran, caricaturizan la visión humana de las cosas, y después nos muestran el cuadro y nos dicen: «He aquí la pintura». Hasta la técnica, la simple técnica, han perdido. El más modesto pintor italiano o flamenco del siglo XVI se avergonzaría de pintar como el más famoso pintor de ahora. Mire, yo a veces tengo que restaurar cuadros que no cuentan más de diez años, y me pregunto cómo es posible que alguien que se nombra pintor, qué quizá se diga artista, ignore hasta ese punto las reglas más elementales del oficio, porque es como si un arquitecto levantase un edificio y el edificio, a los diez años, se viniese al suelo.

Rosaura a las diez.
Marco Denevi.

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